Los trapos sucios de La Pepa


Tras 200 años de historia, la Constitución de 1812 no puede quejarse. Ha tenido homenajes de todo tipo y celebraciones más grandilocuentes que las que tuvo en su origen. El bicentenario de la Pepa ha sido una gran fiesta para gaditanos y españoles. Pero, ¿qué hay que celebrar? Pese a los dos siglos, el sistema político español contiene grandes vacíos y el orden social sigue vertebrado de forma deficitaria. Pese a la apariencia de modernidad y cambio, existe una profunda crisis social que aún no se ha conseguido solucionar. Pero es más fácil celebrar, que analizar.

El 19 de marzo de 2012 pasará a la Historia por conmemorar los doscientos años del nacimiento de la primera Constitución nacida del pueblo español con loas, cánticos y celebraciones que han intentado recordar con más o menos fortuna el tiempo de los doceañistas. 

El homenaje era de rigor. En plena decadencia española, con una crisis económica acuciante y un desprestigio brutal del sistema político democrático, no hay mejor fórmula para olvidar las penas que hacer una alegoría al espíritu patrio de los padres de la primera constitución española y al deber del ciudadano ejemplar que tantas vicisitudes tuvo que afrontar para conseguir el reconocimiento de sus derechos. 

Y así se hizo. Pero como la crisis está encima, hasta el homenaje ha sido prudente. Se ha echado en falta un reconocimiento nacional a la Carta Magna motivado quizás porque más allá de Cádiz, el resto de españoles no aprecian como suya la constitución, una postura más que razonable teniendo en cuenta la escasa repercusión en la vida de los españoles que tuvo La Pepa y su fuerte vinculación a Cádiz, epicentro del mundo liberal en la primera década del siglo XIX.

Pero aún así, las instituciones se encargaron de hacer bonito el día. Y lo consiguieron. El Rey y los miembros del Gobierno español y andaluz, no quisieron ausentarse de la foto, máxime cuando las elecciones están a un suspiro. Un homenaje solemne que aderezaron con un poco de fervor popular para dar sensación de que al pueblo le importa algo este día. 

El 19 de marzo de 2012 no ha sido importante porque la plana mayor del Estado haya acudido a Cádiz, ni siquiera, porque se celebra un bicentenario. Si hay que señalar esa fecha en rojo es para corroborar que, después de 200 años, la situación en España se parece bastante a la que impulsó a firmar la Carta Magna.

Más allá de los detalles históricos, hay varios elementos que cuestionan si La Pepa merecía un homenaje como si de una reliquia se tratase, o si es necesario leearla para comprender que podría seguir vigente en la actualidad. Entonces, ¿es que La Pepa es muy buena o es que la sociedad no ha evolucionado tanto como se cree?

Repasemos. Lo que por entonces se llamaba absolutismo, centrado en la figura de Fernando VII el Deseado (un adjetivo que perfectamente podría aplicarse al actual Presidente del Gobierno), ahora ha mutado hasta denominarse mercados, cuya imagen ilustrativa es la canciller Angela Merkel. No existe ninguna diferencia –más allá de las formales- entre los efectos que tenía el Rey absolutista del siglo XIX y el que poseen dos siglos después, los mercados financieros y la jefa del Gobierno alemán. En ambos casos, las decisiones de uno y otro han sido incuestionables y han dictado sentencia en el resto del mundo. 

La Constitución de 1812 recogía también la soberanía nacional, como el derecho de la nación a decidir sobre los asuntos del país a través de un sistema electoral basado en el sufragio indirecto y censitario. El efecto de esto es que las capas más amplias de población no podían intervenir en el proceso político, que estaba reducida a una élite ilustrada y adinerada, que era la artífice del proceso político. Actualmente, se reconoce la soberanía popular y el sufragio universal. Esta es la parte bonita. Lo feo es que está generando un sistema político bipartidista, basado en listas cerradas donde el ciudadano sólo puede elegir a un candidato predeterminado. 

No hay que ser erudito para observar cómo tanto en la Constitución de 1812 como en la de 1978, se busca constreñir la participación directa del pueblo que sólo puede intervenir en el proceso político a través de la elección de candidatos predefinidos ya que la fórmula del referéndum no se contemplaba en la Carta Magna del siglo XIX y no es vinculante para la toma de decisiones en la actual. Ese lema del despotismo ilustrado no queda tan lejos. Ahora se podría gritar eso de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” a viva voz y no se estaría cayendo en demagogia ni engaños. 

Pero aún hay más. Uno de los grandes elogios a La Pepa es su carácter aperturista que garantizó la libertad de expresión y la libertad de imprenta. Sin embargo, era una libertad con matices que, según el Decreto de Imprenta de 1810, perseguía a “libelos infamatorios, los escritos calumniosos, los subversivos de las leyes fundamentales de la monarquía, los licenciosos y contrarios a la decencia pública y buena costumbre”. Asimismo, se establecía una censura previa para cuestiones religiosas y un tribunal para evaluar las posibles extralimitaciones de la libertad de imprenta, la Junta Suprema de Censura. 

En la actualidad, la libertad de imprenta ha evolucionado a la libertad de información, que se garantiza hasta el punto donde colisiona con los derechos fundamentales de los ciudadanos. Sin embargo, los libelos calumniosos y la censura previa del siglo XIX ya no están presentes, pero se han transformado en un nuevo mecanismo de coacción que se articula a través de la autocensura, la espiral del silencio y la sobresaturación. 


En pleno siglo XXI no puede existir censura material (pese a que también esté presente en muchos puntos del globo), sino que se camufla bajo el paraguas del miedo a los posibles efectos de sus publicaciones, sobre todo entre profesionales de información –autocensura-. Esto se complementa con un fenómeno mucho más amplio donde los temas y las informaciones que se consumen, son proporcionadas por grandes conglomerados comunicativos que obvian informaciones que debilitan sus intereses económicos y, por el contrario, abruman con informaciones banales que, finalmente, serán consumidas y retroalimentadas por los espectadores. ¿Es casualidad el importante aumento de los espacios deportivos y de ficción en las televisiones?

La Pepa ya ha cumplido doscientos años y es de recibo conmemorar un documento con indiscutible valor histórico. Pero dejemos los homenajes para otro momento y hagamos autocrítica. Las llamadas a la patria y la utilización del espíritu reformista de los diputados doceañistas para legitimar cambios en el sistema laboral son herramientas chabacanas dignas de discursos retrógrados que no conducen a fin alguno. Las debilidades y deficiencias del sistema político de principios del siglo XIX no sólo no han desaparecido sino que han evolucionado. Actualmente nos encontramos con una sociedad regida por una Constitución avanzada pero que conserva unos problemas estructurales similares a la de 1812. Basta de discursos retóricos, es hora de buscar la pragmática y el cambio real de un sistema deficitario. 

Los gritos de Viva la Pepa podrían ahogarse con esta gran frase de un artista, Víctor Hugo: “La aceptación de la opresión por parte del oprimido acaba por ser complicidad; la cobardía es un consentimiento; existe solidaridad y participación vergonzosa entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo deja hacer”. ¿Seguimos gritando eso de Viva la Pepa?


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